Con más de veinte años de distancia, “Positiva” y “El Gordo” proponen una crítica que, a través de la ironía, la teatralidad y la exageración, tensiona la figura de la mujer artista y pone en disputa el sentido de lo auténtico.
En el pulso del rock argentino, el presente y el pasado coexisten en un juego de resonancias donde ciertas voces logran tensionar los discursos dominantes y elaborar formas sonoras de resistencia. En este cruce, Érica García y Marilina Bertoldi despliegan estrategias musicales y performáticas que impugnan los moldes impuestos sobre la subjetividad femenina y exponen los dispositivos simbólicos que regulan la sensibilidad contemporánea. Aunque distanciadas por más de dos décadas, ambas intervenciones configuran una misma voluntad de interpelación: desestabilizar los códigos del lenguaje musical desde dentro y reconfigurar el campo de lo posible para la figura de la mujer artista. Sus obras articulan una crítica estética y política que no se limita a la denuncia, sino que produce un saber sobre las condiciones mismas de la representación.

En “Positiva”, canción lanzada en 2001 en un contexto social y económico profundamente alterado, Érica García organiza su crítica a través de una estructura ambigua. Inicia con un ritmo y un estribillo que remiten a lo ligero, lo digerible, lo radiante: “Positiva, todo muy bien”. Sin embargo, esta capa superficial se ve rápidamente interrumpida por una lírica que revela su carácter disonante. La enumeración de cualidades en apariencia triviales (“Cogés muy bien, respirás muy bien, te quejás muy bien”) funciona como un mecanismo irónico que interroga los discursos que exigen a las mujeres un comportamiento “positivo” y funcional. Desarmó esas fórmulas desde su propio lenguaje musical, mostrando cómo los mandatos sobre el cuerpo, el deseo y el rol social son atributos de valor. En esa operación, la canción entera se trató de una parodia, deliberada y provocadora, de la figura de la personaje pop, ‘femenino-bobo’, construida para agradar, sin margen para el exceso ni alguna que otra queja.
En este gesto se manifiesta una operación que, tal como señala David García, responde a una tradición del rock argentino donde el valor de lo auténtico se construye como una oposición activa frente al artificio y la superficialidad. La autenticidad no se postula como un dato originario, sino como una narrativa que se elabora en tensión con la lógica del mercado. El rock se presenta así como un espacio de legitimación simbólica que valora la creatividad, la inconformidad, la espiritualidad y la sinceridad, no como virtudes individuales, sino como elementos que permiten articular una estética resistente. Érica se inscribió en esa tradición complejizándola: no busca restaurar un modelo “puro” del artista sincero, sino exponer cómo incluso los valores de autenticidad pueden operar como dispositivos de control. Su música no resuelve esa tensión: la amplifica y la vuelve audible.

Marilina Bertoldi retoma ese impulso crítico y lo traslada a un escenario mediático completamente transformado por la lógica del espectáculo. En “El Gordo”, canción de su álbum “¿Para quién trabajas (vol. 1)?”, la artista se apropia de las convenciones del pop (su teatralidad, su pulido estético, su estructura repetitiva), para hacerlas colapsar desde adentro. En el videoclip, dirigido por Malena Pichot, aparece como una figura meticulosamente estilizada, inofensiva, cuidadosamente producida. La imagen de la artista se convierte en una ficción autoconsciente que ironiza sobre la forma en que ciertas artistas adoptan los mandatos de docilidad, belleza y desapego emocional que les impone el sistema cultural. La frase “no sé si quiero salir, me broncearon mucho” condensa ese universo vacío y regulado.
Sobre esta aproximación, Marilina comentó en una entrevista con Sofi Carmona para el medio Filtr SUR: “La hiper feminización me divierte. Disfruté mucho hacer de pop star. No lo odio al satirizarlo. Hablo de una época en la que pasan estas cosas: gente funciona así y esto está pasando.” Se trata de llevar al límite una estética para reventarla en sus contradicciones. Así, la artista logra desarmar las expectativas, revelando las grietas en la fachada de la perfección fabricada y la superficialidad de los discursos hegemónicos sobre la feminidad.
El uso de esta teatralidad no implica una entrega al artificio, sino una puesta en escena del simulacro como forma dominante de nuestra sensibilidad contemporánea. Como advierte Jean Baudrillard, el simulacro no es la simple imitación de lo real, sino la producción de una realidad sin referente, una superficie sin fondo que se sostiene por sí misma. Marilina no evade esta lógica: se mueve dentro de ella, amplifica su forma, hasta volverla inestable. La advertencia contenida en el estribillo (“Van a despertar al gordo / Y no sé qué van a hacer con eso”) actúa como enunciado simbólico de una energía contenida que amenaza con estallar. Esa figura (“el gordo”), que representa a la sociedad en si, se constituye como signo del exceso, de lo inasimilable. El sistema teme lo que no puede convertir en mercancía.
Ambas artistas, entonces, operaron desde una escena donde lo auténtico y lo artificial no se presentan como opuestos excluyentes, sino como zonas en disputa. En el rock argentino, para bien o mal, la autenticidad funcionó históricamente como criterio de pertenencia: lo espiritual sobre lo superficial, lo crítico sobre lo complaciente, lo comprometido sobre lo decorativo. Esa tensión no desapareció, pero mutó. García y Bertoldi la reactivaron, conscientes de que el simulacro no puede ser evitado, pero sí intervenido. Sus obras no apelan a una verdad anterior ni a un origen perdido, sino a la posibilidad de generar otros efectos de verdad desde la fricción estética.
En un presente saturado de imágenes pulidas y discursos prefabricados, donde incluso la disidencia puede volverse mercancía, Positiva y El Gordo tensionan los bordes del simulacro sin ceder al cinismo ni al esencialismo. No buscan volver a una autenticidad perdida, sino intervenir los lenguajes del presente con conciencia estética y política. Sus gestos no proponen un afuera del sistema, sino una forma de habitarlo en fricción, de torcer sus lógicas desde adentro. Tal vez ahí radique su potencia: en recordar que incluso en los entornos más estetizados, aún es posible generar ruido, incomodidad y deseo.